¿Budismo? ¡No, gracias!

Buda nunca fue budista. Es así, por sorprendente que parezca. Durante los cuarenta y cinco años que impartió sus enseñanzas no hubo imágenes ni estatuas de Buda, ni grandes templos, ni rituales y ceremonias, ni casi ninguno de esos atributos folclóricos tan seductores que se asocian con el budismo hoy día; lo que había era una verdadera tribu de personas unidas por lazos de solidaridad y compañerismo bajo su guía y comprometidos contra viento y marea en una búsqueda común de la misma verdad que él afirmaba haber encontrado. Es posible que ya en vida del maestro el núcleo primigenio de discípulos creciera tanto que su espíritu inicial se relajó y disipó; en todo caso, poco después de morir Buda surgió como mecanismo compensatorio ese invento de doble filo: el budismo. No es la única ni la primera vez en la historia que, al percibir que nos hemos alejado de la esencia, generamos ídolos a los que adorar para así aplacar la conciencia dolorosa e incluso culpable de nuestra pérdida; pero eso no vale, como advierte la sabiduría antigua: "El Tao es la fuente de todas las formas, pero en sí mismo no tiene forma. Si intentas fijar una imagen de él en tu mente, lo pierdes. Es como clavar una mariposa con un alfiler: se capta la cáscara, pero se pierde el vuelo. ¿Por qué no contentarse con experimentarlo sin más?"

Buda llamaba a sus enseñanzas "el Dharma". ¿Qué es eso? Dharma es una palabra procedente del sánscrito, un antiguo idioma indio, que significa "ley" o "camino". Proviene de la raíz indoeuropea * dher- (relacionada con el latín firmus), cuyo sentido básico es "sostener" o "sujetar"; de ahí el sustantivo dharma, que siginifica "aquello que mantiene todo tal como es" o "lo que hace que todo sea lo que es"; en román paladino, la verdad de las cosas, monda y lironda. En la India, a partir de este sentido básico de "principio o ley que regula el universo" se derivó una segunda acepción de "conducta individual conforme con este principio". Así, el Dharma representaba la obligación de cada individuo, de acuerdo con el sistema hindú de castas, con respecto a las costumbres sociales y al derecho civil y religioso; uno modelaba su vida personal siguiendo el patrón de la ley universal tal como estaba expuesta en los antiguos textos sagrados de los Vedas que interpretaban los sacerdotes. Casi por ósmosis, esa misma distinción pasó al primer budismo indio: el Dharma eran tanto las enseñanzas de Buda como el deber de adoptar la conducta propugnada por Buda como camino al despertar.

Pero ¿cuál es el problema si lo entendemos de esta manera? Que el Dharma se convierte en un producto cerrado y personal, como la obra de un artista muerto, que se puede poseer y administrar como si fuera propiedad privada –algo que Buda ya les reprochó a los brahmanes que tutelaban los Vedas. La verdad del Dharma no es patrimonio exclusivo de ninguna persona o grupo. El propio Buda juzgó así su descubrimiento: "He visto la antigua senda, el viejo camino que recorrieron los brahmanes iluminados de antaño. Igual que una senda cubierta por la maleza y perdida hace mucho tiempo es lo que he vuelto a descubrir" ( Samyutta Nikaya 2.106). Tras su despertar, dialogó y debatió en varias ocasiones con otros maestros que exponían ideas divergentes de las suyas; a menudo les invitaba primero a explicar cuáles eran sus dharmas, para luego demostrarles que el suyo era superior –no porque fuera una verdad revelada por un dios, sino porque era el método más eficaz y directo para experimentar de primera mano la verdad de la condición humana. En ese sentido, el Dharma es patrimonio de la humanidad, sin amo ni patrón; tiene mucho más que ver con la verdad tal como la entiende la ciencia –algo empírico, sujeto a debate y confirmación– que con cualquier dogma religioso mantenido por tradición, no importa cuán milenaria sea.
¿Por qué es preferible usar Dharma, esa palabra extraña, antes que "budismo"? Porque la verdad no admite ni requiere ningún "-ismo"; es lo que es. Buda decía que enseñaba el Dharma, y nosotros afirmamos que ese Dharma representa la verdad de la ley natural que gobierna a todos los seres; no tiene necesidad de buscar conversiones ni de oponerse a otros "-ismos". Si insistimos en usar el término budista –lo cual, qué duda cabe, es lo más práctico para ahorrarnos explicaciones prolijas– deberíamos hacerlo con plena conciencia de las paradojas a las que eso nos lleva: por ejemplo, que el budismo es anterior a Buda y que los innumerables seres que pueblan nuestro planeta y viven y mueren de acuerdo con la ley natural también son budistas. En ese caso, cualquier caracol o elefante, cualquier líquen o ciprés es tan budista –de hecho, más– como las miles de personas que han abrazado los formalismos del camino budista sin entender de verdad de qué trata ni adónde conduce.

Así pues, deja que los demás frecuenten los grandes templos decorados con estatuas budistas, se vistan con túnicas de colores y reciten salmodias mecánicamente. Si eres capaz de captar al vuelo el misterio de una mariposa, estás más cerca del Dharma que todos ellos juntos.

El linaje (2/2): la prueba del algodón

¿Alguien se ha preguntado alguna vez cuál fue el linaje de Buda? ¿Por qué no habló nunca de ello –al menos, que sepamos? Porque lo cierto es que sí tuvo maestros (de hecho, dos) de los que aprendió ciertas técnicas de meditación que en último término le parecieron insuficientes –una insatisfacción que lo llevó a probar el camino del ascetismo extremo en primer lugar para luego rechazarlo asimismo, encontrar finalmente el despertar por su cuenta y formular los pilares del Dharma: las Cuatro Nobles Verdades y la vía media del Óctuple Sendero.

No parece que el linaje sea tan relevante como lo pintan, entonces. Pero, si no era ésta, ¿cuál era la fuente de autoridad para el Buda? Siempre fiel a su estilo sobrio y legal (en el sentido más castizo), lo que el Buda les recomendaba a los demás era lo mismo en lo que él había confiado hasta su despertar –y, afortunadamente, es algo que tanto tú como yo traemos de serie en nuestra equipación de homo sapiens sapiens:

“No os guiéis, Kalamas, por lo que oís ni por la tradición, ni por lo que se dice ni por la autoridad de los textos, ni por el simple razonamiento ni la sola inferencia ni la mera reflexión sobre las causas, ni por la aceptación sumisa de una teoría ni por su apariencia convincente, ni por pensar que quien la expone es vuestro maestro. Cuando vosotros, Kalamas, lleguéis por vuestros propios medios a reconocer que ciertas cosas son malas, criticables, censuradas por los que saben, y que esas cosas, si se realizan y llevan a cabo, redundan en mal y en sufrimiento, entonces, Kalamas, haréis bien en rechazarlas. (...) Cuando vosotros, Kalamas, lleguéis por vuestros propios medios a reconocer que ciertas cosas son buenas, no son criticables, merecen la aprobación de los que saben, y que estas cosas, al realizarlas y llevarlas a cabo, redundan en bien y en felicidad, entonces, Kalamas, haréis bien en vivir adhiriéndoos a ellas.”

Vaya... qué sorpresa; se diría que estas palabras socavan cualquier pretensión de que el linaje sea fuente última de autoridad, ¿no? Pero profundicemos un poco más; nunca hay que quedarse en la literalidad de las palabras del Dharma; siempre hay algo más allá. ¿Es la propia experiencia el criterio definitivo, como parece afirmarse aquí? Como tantas veces en budismo, la respuesta es Sí y No. ¿Por qué sí? Porque experimentar uno mismo es más memorable que aprender de segunda mano; ninguna lección se nos queda tan marcada como la que aprendemos en carne propia. En ese sentido, la vivencia personal es superior a cualquier dogma; es la manera que tenemos de establecer certezas o salir de dudas de manera definitiva. ¿Por qué no? Porque, con ser fundamental, la propia experiencia no siempre es suficiente ni nos lleva a conclusiones correctas y beneficiosas a corto plazo –y puede pasar mucho tiempo hasta que nos demos cuenta de nuestro extravío. Después de todo, ¿no nos dice nuestra experiencia que la Tierra es plana y que el sol sale y se pone por sus bordes? Y también es cierto que –ya sea por ignorancia, parcialidad o ineptitud– uno rara vez es el mejor juez acerca de qué es bueno para uno mismo por muy inmediata que sea su experiencia: ¿cuántas explicaciones aparentemente racionales es capaz de generar un ex-fumador en un nanosegundo por las que “total, por una caladita no pasa nada”?

En ese sentido, la experiencia por sí sola no basta, sino que hay que contrastarla con otras fuentes: según el Buda, el propio juicio crítico (para calibrar el valor intrínseco de las cosas), el juicio de los que reconocemos como más expertos que nosotros (para beneficiarnos de la experiencia y sabiduría acumulada de la especie), y las consecuencias previsibles que nuestros actos y omisiones tendrán sobre nosotros y sobre los demás (para filtrar nuestras conclusiones por el tamiz de la visión de conjunto a largo plazo y prevenir el egoísmo de la satisfacción inmediata). ¿Cuál, si no éste, fue el camino del Buda Shakyamuni? Ése es el verdadero linaje del Dharma, y está en tu mano aquí y ahora. Es lo mismo que recalca una y otra vez con refrescante crudeza el Zen chino:

Un monje le rogó a Zhaozhou que le revelara el principio más importante del Chan. El maestro se excusó diciendo: “Tengo que ir a mear. Fíjate, incluso una tontería como ésta la tengo que hacer yo en persona.”

La conclusión parece clara: si ni siquiera podemos delegar en otros para las pequeñas servidumbres del día a día, ¿cómo vamos a hacerlo para las grandes cuestiones de la vida? Ni Buda, ni Huineng, ni Milarepa, ni ninguno de sus pretendidos depositarios nos van a sacar las castañas del fuego. Estamos solos, sí. Pero la nuestra es una gloriosa soledad, más aparente que real, en virtud de la cual estamos unidos de verdad con todos los demás miembros de nuestra especie –pasados, presentes y futuros– y con todos los seres sintientes del universo.

El linaje (1/2): ¿Banderas o mariposas?

¿Qué es el linaje? El budismo institucional, especialmente el Zen, lo describe como la secuencia de maestros que, como eslabones de una larga cadena, enlazan con la figura del Buda Shakyamuni y con su despertar bajo el árbol del bodhi. Como tantas veces, hay algo de verdad y también de trampa en esa proposición. A lo largo de los siglos, las diversas corrientes budistas han presentado linajes varios para conectarse con esa experiencia seminal; pero en más de un caso la nefasta competencia por granjearse el patronazgo del poder político o el favor del público ha dado pie a burdas tergiversaciones, convirtiéndolo en un arma para ensalzar la propia escuela, a menudo deslegitimando a las demás. Digámoslo alto y claro: algunas de esas genealogías son un mito, pura invención, y resultan tan sorprendentes por las licencias que se toman con la realidad histórica como por su popularidad, intacta aún a pesar de haber quedado refutadas hace decenios por la investigación académica. Si un seguidor del Zen, por ejemplo, se jacta de que su linaje desciende directamente de Buda a través de Bodhidharma y Huineng, tendrás toda la razón del mundo para recomendarle –con una brusquedad que será exactamente proporcional a su orgullo– que primero vaya a hacer los deberes y luego habláis.

¿Por qué parece ser tan importante el linaje? Es indudable que la existencia de una tradición viva en cualquier campo le imprime un sello a sus seguidores y favorece la aparición de nuevos representantes que la continúen y expandan; eso es así tanto si hablamos de budismo como de la pirotecnia valenciana o el flamenco de Jerez. Está también el prestigio de formar parte de genealogías longevas, como en esas empresas familiares que proclaman con orgullo fechas de fundación centenarias. Pero para muchos budistas el linaje es algo más que eso: es el canal por el que fluye la transmisión –esa supuesta comunicación directa y carismática con la experiencia del fundador; en virtud de eso, en el Zen se afirma que un maestro que haya recibido la transmisión está investido de la mente misma de Buda.¿Qué hay de cierto en ello? ¿Se pueden comunicar experiencias de esa manera? No lo puedo desmentir categóricamente, pero me temo que aquí bordeamos el pantanoso terreno del pensamiento mágico y la propaganda oficial. Uno simplemente no puede abdicar de su juicio crítico; si lo hace, ya sabe a qué atenerse.

Bien, en casos de duda como éste es sensato acudir a las fuentes. ¿Qué dijo Buda al respecto? En el sutra que narra los últimos días de su vida, el Buda se refirió específicamente a esta cuestión:

Entonces el Buda le habló al venerable Ananda y le dijo: “Es posible, Ananda, que a alguno entre vosotros le venga el pensamiento: `Se acabó la palabra del maestro; nos hemos quedado sin maestro´. Pero no es así, Ananda, como hay que verlo. Pues eso que he proclamado y he dado a conocer como el Dharma y la disciplina, eso será vuestro maestro cuando yo me haya ido”.

Parece claro que, por los motivos que fueran, Buda no nombró un sucesor. Lo que sí ocurrió fue que Kassapa, uno de los monjes de mayor antigüedad en la sangha, convocó un concilio para recopilar ese Dharma, preservado hasta entonces sólo en la memoria de los que habían sido sus testigos; uno de los protagonistas de ese esfuerzo de recitación y fijación fue Ananda, el primo y “ayudante de cámara” del Buda. Así, con el Dharma escrito y a salvo del olvido, se garantizaba la disponibilidad casi universal del maestro que Buda designó para su ausencia. Pero ¿qué ocurrió después? Que, por una inveterada tendencia a cosificar lo inasible, los relatos oficiales empezaron a presentar como sucesor a Kassapa, y luego Ananda, y luego a otro... y así hasta fabricar una lista de 28 patriarcas del budismo en India y llegar a Bodhidharma, el pretendido vigésimonoveno patriarca indio y primer patriarca chino. Curioso, ¿no? Parece como si nadie se hubiera dedicado más concienzudamente a contravenir las recomendaciones expresas de Buda que los que se llaman a sí mismos budistas...

A pesar de ello, ¿existe el linaje? Sí, aunque no de la manera lineal y ordenada en que lo presenta la ortodoxia. ¿Existe la transmisión? También, con las mismas salvedades. Todos hemos tenido experiencias de aprendizaje desde niños y sabemos qué cursos tan misteriosos e irregulares pueden seguir; a menudo pueden pasar años hasta que reconocemos de quién aprendimos algo o quién nos impulsó en un determinado camino; en ese momento, no antes, esa persona se convierte en nuestro maestro. Si alguien quiere tener una visión sobria, realista y cercana a nuestra cultura de cómo funciona la transmisión, que lea el primer libro de las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador-filósofo de Roma, que arranca con una larga exposición de todos los aprendizajes, recibidos de diversas fuentes a lo largo de su vida, que contribuyeron a hacer de él lo que fue.

En el fondo, linaje y transmisión no son más que una mala representación mental y cuadriculada de cómo se transmite la verdad del Dharma. Esa verdad no se puede analizar en un laboratorio, pero sí se puede experimentar personalmente; quienes han tenido esa experiencia se reconocen entre sí igual que dos ladrones se huelen el uno al otro en una habitación llena de gente. Pero esa experiencia, que está más allá de la mente, no se puede constreñir en un árbol genealógico ni limitar a un solo patriarca por generación; brota libre e inopinadamente donde quiere, sin atender a razones de jerarquía, linajes ni demás apariencias. Ese es el corazón del Dharma verdadero, que florece cada vez que alguien despierta a la verdad descubierta por Buda; pero mientras no haya una comprensión de esa verdad más allá de las palabras, alardear de linajes equivale a ondear como si fueran banderas lo que no son sino mariposas ensartadas en un alfiler.

Elogio de la honradez pausada

Hace poco The Onion, un semanario satírico de los EE UU, anunciaba con sorna la publicación de una guía que refleja el espíritu de los tiempos: Cómo encontrar una religión que no interfiera con tu estilo de vida actual. ¿Tiene gracia o es para echarse a llorar? No lo sé, pero en todo caso no es una mala descripción de gran parte de lo que podríamos llamar el supermercado espiritual de Occidente. Evidentemente, el libro no existe como tal (aunque nunca se puede descartar que algún piernas vea una oportunidad de negocio en la idea y la lleve a la práctica), pero no por ello es menos certero su diagnóstico: lo primero es nuestra comodidad; luego ya vendrán cuestiones secundarias como la búsqueda de la verdad, de nuestro lugar en el universo y nuestra relación con todo lo que nos rodea –todas esas minucias a las que con suerte les dedicamos unos minutillos a la semana. El carro, delante del caballo, y todos tan contentos –por lo menos hasta que alguien grite que el rey va desnudo.

No deja de sorprenderme cómo este gran mercado que preside nuestras vidas es capaz de fagocitar, procesar y regurgitar en formato comercial prácticamente cualquier cosa que se le ponga por delante. Por lo que veo alrededor de mí, la llamada "espiritualidad oriental" está lejos de ser una excepción: por todas partes se ofrecen cursos, conferencias, talleres con promesas más o menos ambiciosas según la honradez y motivación del instructor. La relación entre maestro y discípulo, que antiguamente era una cuestión de profundo conocimiento y confianza mutuas en la que se transmitía algo de valor incalculable a costa de esfuerzo y sacrificio, se ha convertido en un juego en el que el pago de cantidades a veces abusivas le abre al estudiante incauto las puertas a sentir que está en el camino directo a la iluminación bajo la guía de "maestros" de los que sabe poco, con los que no tiene ninguna comunicación real establecida mediante el trato asiduo durante tiempo, y que a su vez saben poco de él excepto que ha pagado la cuota y, con suerte, su nombre. Y todo ello, sin privarnos de nada: como dice el refrán, queremos estar en misa y repicando. Aparte de su elevado coste, a menudo estas incursiones espirituales tienen lugar en enclaves de lujo para que practiquemos el turismo con encanto, en formato condensado apto para nuestras atareadas vidas, y a la vez con la aparente autoridad de prestigiosos linajes y con el señuelo de ofrecernos una vía privilegiada (más rápida, más directa, más exclusiva para una minoría en la que uno mismo, ¡por supuesto!, tiene la suerte de encontrarse –y que no se te ocurra preguntar por qué es así, a ver si tus dudas van a revelar que tú no eres uno de los elegidos) a la meta en la que todos nuestros problemas desaparecerán como por arte de magia. Entonces habremos realizado, a cambio de unas pocas monedas, el milagro de trasladar a escala cósmica esa misma comodidad mundana que nos llevó en principio a elegir la vía de los cursillos de fin de semana como respuesta a los grandes interrogantes de la vida. ¿Cabe mayor correspondencia entre lo que pedimos y lo que nos dan? Eso es el mercado: el encaje entre oferta y demanda. Pero, como decían los romanos, caveat emptor: que tenga cuidado el comprador, pues no todo lo que es oro reluce y mucho de lo que reluce no es ni latón.

Por supuesto que hay distintas circunstancias y necesidades, igual que hay diversas vías a disposición del buscador; no todo el mundo quiere seguir el mismo camino ni llegar siempre hasta el fondo de todo. Pero hay maneras de hacer las cosas, sean las que sean, con fundamento y otras que simplemente son un engaño. Lo esencial aquí es la honradez: en primer lugar la del maestro con sus estudiantes y, en segundo, la del estudiante consigo mismo; quien se niegue a engañarse a sí mismo y mantenga una mente crítica y alerta, a la vez que abierta y flexible, difícilmente se extraviará por la senda de las fantasías místicas de ayer y hoy. Si uno quiere viajar y visitar, por ejemplo, el Lago di Garda (una de las zonas más caras y exclusivas del próspero norte de Italia) y conocer gente joven y guapa con fines de amistad "y lo que surja", bien; pero ¿para qué disfrazarlo como un curso condensado de Mahamudra (una de las etapas finales del camino tántrico para la que hace falta una aptitud que pocos tienen y una larga preparación) invocando la autoridad y el patrocinio de antiguos maestros como Tilopa (que era un auténtico tigre solitario que despreciaba toda convención social y que hubiera vomitado imprecaciones de fuego sobre semejante tinglado)? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién queremos engañar? ¿Cuántas personas se imaginarían capaces de convertirse, por ejemplo, en neurocirujanos o virtuosos del violín con una dedicación parcial a base de cursillos y talleres de fin de semana? Desde luego, no sé quién querría someterse a una operación a manos de un cirujano de tamaña formación ni quién pagaría de su bolsillo las entradas para asistir a un recital de ese violinista; probablemente, sólo quien hubiera pasado por las zarpas del primero estaría dispuesto a hacer lo segundo... ¿Por qué entonces creemos que en el ámbito de lo "espiritual" (palabra que uso con la máxima reserva) son posibles esos prodigios? Ahí, por una tácita colusión de intereses entre quienes enseñan (que pueden ofrecer un producto estandarizado para todos sin tener que hacer ajustes en función de la cultura, el temperamento o las circunstancias individuales de su público) y quienes estudian o practican (que están dispuestos a seguir el juego de los gurús a cambio de diversas recompensas reales o imaginarias), dejan de aplicarse ciertas verdades de puro sentido común que gobiernan los demás aspectos de la vida. ¿El resultado? Una espiritualidad a la carta, de escaso valor pero alto precio, domesticada, desprovista de cualquier espina que pueda importunar al consumidor y convenientemente empaquetada, en la que las verdades profundas y a menudo incómodas se han sacrificado en aras de facilitar su consumo masivo –algo similar a esos tomates rollizos y llenos de color que aguantan semanas en las estanterías del súper o en nuestra nevera pero no saben a nada; prácticos sí que son, sin duda, pero... ¿alguien se acuerda de cómo huele y cómo sabe un tomate recién cogido de la mata, aún tibio por los rayos del sol?

Admitámoslo: algo hay en el crecimiento y la maduración del ser humano que no admite atajos. ¡Viva, pues, la lentitud!